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Daniel Melingo - Maldito Tango
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Su crìtica
Por Matías Peluffo
http://blog.rock.com.ar/discos29112004/critica-maldito-tango-.html
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Daniel Melingo editó el mejor disco de su carrera, alejando el peligro de extinción del género.
Melingo ha vuelto.
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Nos había dejado hace casi ocho años, después de editar “Ufa” (2000), asegurando que se iba a buscar dadores de sangre jóvenes y fuertes para un viejo y querido amigo que se debatía en la cama de un hospital con pronóstico reservado: a fines de los noventa la canción tanguera estaba en peligro de extinción.
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Esa noche Melingo estaba un poco revirado y antes de irse nos pidió, con una mueca, la petaca de ginebra y unos puchos para el camino.
Sin saludar, arrancó para el lado de San Telmo mientras nos dejaba esperando frente a la ventana húmeda de un café iluminada, apenas, por un farol.
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Cuando ya empezábamos a perder la esperanza de verlo otra vez, reapareció de sopetón.
Trajo buenas noticias:
Eduardo Makaroff (el músico argentino del Gotan Project) le había editado y producido a través de su sello francés un nuevo disco y además le organizó algunas giras por Europa.
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El nombre del esfuerzo: “Maldito tango”, alusión directa a los aspectos más ruines del género musical porteño por excelencia.
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Durante el lapso de tiempo que pasó divagando por ahí, el último cantor de tango porteño del siglo XX generó entre sus admiradores cierta abstinencia.
A lo largo de casi una década la actividad de Daniel Melingo se había limitado a un par de colaboraciones (Vicentico, Turf, Intoxicados en vivo) y algunos recitales esporádicos.
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El vagar nocturno de Melingo hacia que fuera un poco imposible establecer certezas alrededor de la carrera del fundador de Los Twist (¡qué años los de “La dicha en movimiento”, no?). Y el día que Melingo volvió demostró que ocho años pueden no ser nada.
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El disco comienza con el sonido clásico de un bandoneón, al que se le incrusta la mano maestra de un contrabajo y unos violines cayengues.
La canción se llama “En un bondi color humo” y la presencia de algunos vientos delata cierta estética gitana insertándose en los rincones del dos por cuatro.
La letra comenta una detención policial observada desde la ventana de un micro y el final contagia una alegría totalmente inversa a la solemnidad del principio.
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La segunda canción es una ranchera dulce bautizada “La luz mala”, donde un acordeón y el rasgueo sobre una guitarra acústica le sirven de compañía a la voz picarona del cantante.
La letra narra una noche en “el boliche de Fontova” y el título alude al peligroso centelleo de una sirena que despierta un memorable “julepe” entre los parroquianos.
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“A lo magdalena” parece el tango más clásico de la placa, y cuenta la historia triste de una mujer abandonada en la calle que creció en un convento y que cambió su suerte cuando “se acollaró a un quinielero”.
Allí aparece Cristóbal Repetto, cantante joven y de voz aguda, que con su particular timbre de voz traslada al disco hacia la primera mitad del siglo pasado.
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La siguiente canción es un retrato triste de un linyera con un permanente “horizonte en falsa escuadra” , y que “se enloca con cerveza y pegamento”.
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Después llega una canción dedicada a una tal Eva que levanta un poco el ánimo: “Musa del arrabal/ musa mistonga/ triste fruto del vicio y la pasión” la describe, festivamente, Melingo.
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Y después de esta seguidilla de tangos cortos y que se acercan a un sonido clásico llega “Luisito”, una milonga instrumental donde los Ramones del Tango (el grupo que acompaña a Melingo, integrado por el guitarrista Diego Kvitko, Lautaro Greco en bandoneón, el violín de Demetrio Grigoriev, el contrabajista Adrián De Filippo, la percusión de el "Mono" Daporta y la dirección del arreglador y guitarrista Nacho Cabello) le sacan brillo al disco.
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La segunda parte del disco empieza con la pesada atmósfera creada en “Cha digo!”, momento lóbrego, inquietante y que en algún momento alcanza una densidad infernal.
“El fresquete canta su milonga triste/ nadie va pa´l centro/ llueve soledad/ una noche de esta/ cuando vos te fuiste/ entonces el canario quedó sin alpiste” canta Melingo en la primer estrofa y, sinceramente, estremece.
La interpretación vocal es un susurro diabólico, los coros transmiten clima de ceremonia africana y la guitarra de Skay Beilinson aporta misterio y clase.
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El siguiente track se titula “Pequeño paria” y es una pintura psicodélica que empieza con un piano haciendo una melodía simple sobre sus teclas más agudas.
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Después Vicentico canta las estrofas junto a Melingo, generándose una sonoridad inquietante entre el tono luctuoso de Melingo y la voz aguda de Fernández Capello.
A lo largo de la canción, con permanente rítmica rioplatense, se describe la personalidad de un niño que se convierte en una persona al que el sudor frío de sus manos sólo calma la muerte.
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El tema se puede dividir en dos partes: en la primera intervienen las voces y en la segunda aparece la veta experimentadora más fuerte de Melingo, quién parece musicalizar con botellas, cadenas, cornetas de plástico y pianos graves un momento mágico del disco.
Además en la intro y la outro un niño que tararea una melodía triste aporta cierto morbo dramático.
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La evocación nostálgica se cristaliza en una sensible pieza denominada “Montmarte hoy”, en la que un porteño exiliado le canta a sus recuerdos de Buenos Aires desde las calles de París.
Es muy efectiva la inclusión de una melodía silbada, que le da mayor credibilidad a la sensación de estar imaginando un solitario paseo urbano.
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La anteúltima canción es “Cuando la tarde se inclina”, una postal musicalizada de un suburbio bajo las caricias del sol.
Aquí Melingo saca chapa de gran poeta del lunfardo: “la luna/ una percanta enfarinada/ dibuja con su enorme pincelada/ guardas griegas de sombras en el suelo”.
El tema incluye la imagen dulce y despiadada de una pareja “bien amarrocada mintiéndose bajito lo mucho que se quieren”, y perdura el silbido de la melodía también presente en el tema anterior.
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El final del disco es una perla bautizada “Ecco il mondo”, que en sus primeros minutos describe a “un viejo elegante de mirada felina/ con mostachos bravíos y palabra triunfal”.
Melingo recorre su prontuario contando que fue rey de bulevares, asesino de una bailarina y dilapidador de su caudal “por una duquesa”.
La letra describe los últimos instantes de su vida, cuando muere en un restaurant abrazado a dos putas y bebiendo champagne.
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Después de esos primeros dos minutos iniciales, donde la voz tiene un pequeño delay que la vuelve fantasmal, empieza un segmento de improvisación oscura donde hay solos de contrabajo, los violines proponen una tensión sublime y los pajaritos le cantan a una calle por donde pasan autos a lo largo y ancho de diez minutos que hacer recordar a Pink Floyd.
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Cuando Melingo nos había abandonado, apenas empezaba a dar sus primeros pasos ese género, algo morboso, que intentaba resucitar la bailabilidad del tango a fuerza de electroshocks.
La receta del Melingo era otra:
dejar de llorar los cuernos de ayer, salir a la calle a respirar el humo de los colectivos y permitirse experimentar intoxicaciones lisérgicas y estilísticas. Inesperadamente la dieta de Melingo surtió efecto y desde entonces al tango se lo ve caminar más derecho y desplegando una sonrisa atorrante por algunos bares y bodegones porteños.
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Sin embargo los sectores conservadores, todavía orgullosos de la decadencia que supieron conseguir, nunca le van a agradecer a Melingo su enorme legado:
que una generación de jóvenes le haya aportado bríos rockeros a la canción ciudadana, evitando aquel peligro de extinción inminente que tan mal lo tuvo.
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Este músico generó una intensa y agradable nostalgia colectiva por un pasado que los sub cuarenta conocen de una manera muy vaga. Y una de las virtudes innegables de los grandes artistas es que no interesa la cantidad de veces que su fórmula haya sido clonada, reconvertida o transformada en postales: cuando se hace presente el original se rescata a si mismo, emitiendo un expresión rauda de fuerza y singularidad.
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Este gran regreso tiene sabor a borrachera gloriosa. Más allá de que algunos textos fueron compuestos por otros artistas Melingo se muestra como un gran intérprete en un género demasiado acostumbrado a escarbar en los huesos de los grandes.
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Su canción, escrita en un lunfardo picante y con amplio alcance emocional, tiene calle, noche y polución.
Además, permite la (trans)fusión con sonoridades litoraleñas, refleja algo de la improvisación jazzeada, se mueve con rítmicas rioplatenses y gira permanentemente alrededor de la enajenación psicodélica.
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Melingo logra su trabajo más presentable a la fecha y aunque no estén presentes los hits instantáneos, sin dudas da un paso adelante que no repercutirá sólo en su propia carrera.
Toda una generación le sacará provecho.
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